lunes, 5 de abril de 2010

Julián

Sí te le encontrabas por la calle, corrías el riesgo de perecer abrazado entre su poderosa humanidad, tal era la fuerza con la que expresaba su cariño. Todo en él era humanidad y quiso compartir con los suyos la sorpresa que le produjo el descubrimiento de su terrible enfermedad. Tenía el vicio de compartirlo todo con sus amigos, tal vez por eso empezó a inundarnos con correos en los que nos daba cuenta diariamente de los diagnósticos médicos y de sus miedos hacia una situación que, día a día, se iba haciendo irreversible. De repente, dejamos de recibirlos.
Hace un par de meses me le encontré por última vez el bar de Adelino, en el que durante mucho tiempo coincidíamos a la hora del desayuno. Casi siempre pagaba él, era un hombre de costumbres. Le acompañé aquella mañana hasta la puerta de su casa, donde me despidió con un abrazo, esta vez más débil, el último que nos dimos. Me fije en su mirada perdida, intuyendo tal vez, un próximo final.
Julían Méndez, era comunista, radical en sus idéas y honesto hasta la exageración, algo que le alejaba de las organizaciones donde abundan los medradores y oportunistas. Biólogo de formación, era un apasionado de los temas ciéntíficos al que le molestaban profundamente las supersticiones religiosas: decía que había que combatirlas. He sido testigo de como elevaba la voz cuando se refería en público a estas cuestiones. Amaba, como yo, la vida. Disfrutaba con la buena comida, del buen vino, las mejores cervezas, la conversación con los amigos y con los hermosos paisajes que reflejaba en su cámara fotográfica. Siempre preocupado por los demás, me obligó a acudir al médico y a aceptar prestado un aparato para controlar mi tensión arterial. Algunas veces me llamaba para preguntarme si me había bajado y para darme consejos de como tratarme la hipertensión, que siempre desoí, lo reconozco.
Durante años, cuando llegaba el mes de Abril, nos anudabamos un pañuelo tricolor al cuello y rivalizabamos en el arte de cocinar las paellas que se celebran en Vallecas para recordar a la II República. Él al frente de la "paella Buenaventura Durruti" y yo organizando la "paella Enrique Líster". Ahí, descubrí uno de los rasgos más característicos de su personalidad: Una terquedad indomable que reflejaba una fuerte firmeza en sus convicciones. No admitía sugerencias sobre algo que consideraba contrastado científicamente. Porque Julían se había procupado de medir el volumen de las paelleras, para calcular la proporción exacta de cada ingrediente. La verdad es que el resultado casi nunca fue bueno; por eso, sus amigos vamos cocinar por él la paella Durruti, como a Julián le gustaba, con alitas de pollo y guisantes. Va a ser la mejor paella republicana de su corta historia. Aunque, es el momento de que te lo diga: No hay que remover el arroz una vez que se ha echado en la paellera.
He recibido la noticia de su muerte en Quito (Ecuador) coincidiendo con el nacimiento de una Escuela de Comunicación Popular para el pueblo quechua. Recordé lo que me había dicho un joven de esta nación andina: "No estamos aquí solamente mientras tenemos vida, siempre queda el recuerdo y la experiencia que dejamos atrás, por eso, estaremos aquí hasta que el sol se apague, los ríos se sequen y las montañas desaparezcan".

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